sábado, 18 de febrero de 2012

Hay que apagar un incendio


José María Puertas es un hombre alegre. Está felizmente casado y es padre de dos hermosas criaturas. Viven juntos y entre risas en una casa de dos pisos ubicada en la calle principal del pueblo, a media cuadra de la plaza.
José María es diestro y tiene buena letra. Su sonrisa es amplia, blanca y completa: no le falta ningún diente y todos son suyos.
Gerencia el departamento de Recursos Humanos del único banco del municipio.
En diciembre pasado cumplió 40 años. Dio una gran fiesta y todo salió de maravillas. La asistencia de sus amigos, gente muy feliz también, fue impecable. ¿El catering? Una verdadera delicia, acompañado por buena música y tragos suaves.
La mujer de José María también es adorable.
Durante los veranos, él huele a frescos cítricos. En invierno, a chocolate y madera.
José María es emocionalmente estable y el hijo preferido de su madre, excelente vecino y buen ciudadano.
Pero lo que en verdad logra henchirle el pecho de orgullo es pertenecer al Cuerpo General de Bomberos Voluntarios. Los llamados apresurados, cada corrida, todos los rescates y sus respuestas eficaces.
Esta mañana dijo a su mujer. “Es raro. Mi dicha radica en el tormento de otros, ¿no crees?”.
Ella, con excedida sonrisa, respondió: “Adoro tu traje de bombero voluntario”.

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