miércoles, 30 de marzo de 2011

Fin de temporada

El verano amagaba con llegar. Me bajé del 34 en la esquina de la avenida Juan B. Justo y la calle Lope de Vega. Apenas dejé el último escalón del colectivo, me desprendí mi faja naranja. 
Amanecía y caminé, pegoteada y con calor, 7 cuadras hasta mi casa.
Había vestido colores, telas rojas, blancas y azules. Con la cara teñida de naranja, miraba cómo el espectáculo se abría delante mío.  Un déjà vu. También yo había estado parada de la misma forma, en un contexto tanto o más bolichero, y adentro de esa boca.
El rescate: al lado mío, un amigo, de esos de la vida, que, aunque no le había comentado nada de nada, tiró tres palabras que resultaron ser de compañía. 
Ahora bien, el tipo, de sobrenombre que poco engalana, besaba a tres metros míos (y no muchos más), a una chica de la cual lo único que recuerdo es que se enojaba cada vez que su novio (su ex para ese entonces) fumaba algún que otro cigarrillo.
Y ella con un nombre que, según el diccionario, significa “vapor que con la frialdad de la noche se condensa en gotas menudas”.
Frialdad, condensar, menudas. Así, la menuda que condensa frío besó aquella noche al francisco con el que tanto me enloquecí preguntándome qué era lo que me faltaba (o sobraba) para gustarle.