sábado, 18 de abril de 2009

Sexo en el séptimo arte

A pocos metros de la confitería porteña Ideal y con el mismo nombre de este legendario bar, se esconde, detrás de puertas de vidrio espejado, un cine que proyecta estrenos porno todos los días de la semana a partir de las nueve de la mañana y hasta la medianoche.

Con una entrada de catorce pesos, el público, mayor de 18 años, puede ingresar a cualquiera de las cinco salas y en el momento que quiera.

El boletero, además de permitir el acceso y, en lugar de ofrecer pochoclos, entrega un manojo de papel higiénico. Tampoco pide que los teléfonos celulares permanezcan apagados: suena un ring tone. Un hombre acomoda su voz y responde: “por el momento, no estoy dando turnos.”

Los dueños del cine Ideal prohíben a sus empleados hablar acerca de lo que pasa: “es gente reservada, hay muchos de trampa y cuidamos sus identidades.”

Las salas son, como en el resto de los cines, oscuras, con pantallas enormes y butacas de cuerina, salvo que en tres de ellas dan films con actores porno heterosexuales, y en las otras dos, películas para gays.

Estar demasiado tiempo sentado mirando una misma película con un argumento que poco importa es más extraño que levantarse de la butaca aunque la cabeza le tape la pantalla al resto de las personas.

Es un público escaso y nómada: menos de quince personas caminan por el Ideal hasta dar con la escena que más los excita.

La actitud de ocultamiento pertenece al estereotipo de una vida estructurada que encuentra el goce en observar. Ellos sienten que el placer está en mirar y masturbarse.

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