martes, 24 de febrero de 2009

Un tipo

Caminaba con un cigarrillo encendido y sobre los espejos que vestían las paredes llenas de humedad, dos carteles recordaban que en la Capital está prohibido fumar.
Cuando se paró frente al televisor, apuntó con el control remoto, y sin vacilar, dejó la pantalla roja de Crónica.
Hacerle un pedido era más incómodo que verlo cada vez que se rascaba la panza por debajo de la camisa percudida.
Un moño negro intentaba hermosearlo, pero su nudo era débil. Parecía llevar varios y agitados días con la misma ropa.
Nunca dijo “gracias”, y en cambio respondía con total convicción a un par de preguntas de actualidad.
En ciertos momentos, descansaba sobre una eterna mesada mugrienta.
Lo único colorido era un tacho de basura naranja del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que se veía desde la ventana.
El olor del rejunte de colectivos era aquel que vuelve conciente lo necesario que es el preciso momento en que se respira.
Sus zapatillas eran pesadas, negras, y le acaloraban esos pies que arrastraba cada vez que iba de un lado al otro.
Tenía pocos dientes. Menos de 32, seguro. El tono de voz con el que hablaba era uniforme. Pronunciaba todos los platos de memoria. No los ofrecía, los repetía.
Estaba enojado, pero desde hace años. Eso decían sus ojos, que de tan saltones parecían dolerle en la cara.
El pantalón, que probablemente había sido de una persona más rellena que él, se arrugaba en la parte de la botamanga.
Todo lo que estaba dentro de esos metros cuadrados no tenía menos de veinte años, y él les llevaba, como mínimo, cuatro décadas.
Dentro del bolsillo de la camisa con la que tal vez había repasado alguna que otra mesa, guardaba una birome azul pegoteada, un par de anteojos medio lente que en ningún momento usó, y un blister de aspirinas.
Una pregunta le volvió la cara algo más amigable. Cobró cierto aire de Hamlet (aunque de Liniers), cuando cuestionó si el vino que tomarían dos choferes de quién sabe qué línea de colectivo, sería blanco o tinto.

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